Cuando llegué a Santiago de Chile, en uno de los más espantosos inviernos que cubría a la ciudad, recordé el consejo de un amigo periodista y experto cazador de oportunidades: “cuando llegues a una ciudad desconocida no pierdas tu tiempo visitando a los contactos que trajiste anotados en un papelito. Si quieres llegar a consolidar tu propio criterio de esa nueva aventura es mejor que no te dejes influenciar por nadie. Deja que la intuición te lleve, métete en donde te venga en gana, sin que los miedos y precauciones de otros te agobien.”
De modo que fiel al concejo de
mi amigo, y luego de pasar encerrado la mañana entera en la alcoba del
hotel, esperando a que el clima tomara un mejor aspecto, salí en la
tarde a recorrer solo las calles de la ciudad.
Luego
de caminar varias cuadras, el frío obligó a encajarme en un bar. El
recinto lucía bastante clásico y tranquilo. Blues en los parlantes,
delicadas luces amarillas reflejadas en la cristalería y de las paredes
colgaban fotos enmarcadas en madera. Pensé en el dinero que podría
gastarme, pero como todavía tenía unos dólares ahorrados me permití unos
cuantos tragos. Fui hasta la barra y pedí uno de whisky. El barman puso
la copa con licor y me observó. Yo le devolví la mirada y ambos
asentimos con cordialidad. Luego dio la vuelta y siguió en sus asuntos.
El primer trago me despejó la garganta y los conductos que van a la
nariz. Ahora, estaba más despierto y la música sonaba con más cuerpo.
Muy rápido me vi envuelto en una charla con el barman y a esa conversación se articuló una chica que estaba sentada un poco más allá de mí. Las conversaciones distraídas son las más estimulantes. En ellas sueltas bromas, te burlas, te ríes, empiezas a contar historias que no terminas, opinas, te quedas callado por un momento, bebes de tu trago, invitas a beber otro, y pasas de un asunto a otro sin concentrarte en ninguno. Finalmente, lo más importante cuando conversas no es lo que dices.
Se estaba haciendo tarde y el frío de la noche no ofrecía la mejor atmósfera para estar por fuera de mi alcoba. En consecuencia me despedí del barman y de aquella mujer.
A la semana siguiente volví al mismo bar y de nuevo encontré a la chica sentada en la barra. En esa oportunidad el barman no se unió a la conversación por la cantidad de pedidos que tuvo que atender. De modo que la charla entre los dos fue un poco más concentrada y ambos nos contamos breves cosas personales. Se llamaba Gabriela Santillini y me confesó que desde nuestro último encuentro no se tomaba un trago. En esta oportunidad descubrí en el rostro de Gabriela un implante de belleza. Yo la miraba para descubrir algún maquillaje especial, un brillo, un labial, algo que la delatara, pero fue inútil. Entonces le pregunté y me contestó que nunca usaba cosméticos. Soy un tonto, pensé, lo único que esta mujer tiene es una alegría que no puede ocultar. Así es, la alegría y la felicidad hacen hermosas a las personas.
Muy rápido me vi envuelto en una charla con el barman y a esa conversación se articuló una chica que estaba sentada un poco más allá de mí. Las conversaciones distraídas son las más estimulantes. En ellas sueltas bromas, te burlas, te ríes, empiezas a contar historias que no terminas, opinas, te quedas callado por un momento, bebes de tu trago, invitas a beber otro, y pasas de un asunto a otro sin concentrarte en ninguno. Finalmente, lo más importante cuando conversas no es lo que dices.
Se estaba haciendo tarde y el frío de la noche no ofrecía la mejor atmósfera para estar por fuera de mi alcoba. En consecuencia me despedí del barman y de aquella mujer.
A la semana siguiente volví al mismo bar y de nuevo encontré a la chica sentada en la barra. En esa oportunidad el barman no se unió a la conversación por la cantidad de pedidos que tuvo que atender. De modo que la charla entre los dos fue un poco más concentrada y ambos nos contamos breves cosas personales. Se llamaba Gabriela Santillini y me confesó que desde nuestro último encuentro no se tomaba un trago. En esta oportunidad descubrí en el rostro de Gabriela un implante de belleza. Yo la miraba para descubrir algún maquillaje especial, un brillo, un labial, algo que la delatara, pero fue inútil. Entonces le pregunté y me contestó que nunca usaba cosméticos. Soy un tonto, pensé, lo único que esta mujer tiene es una alegría que no puede ocultar. Así es, la alegría y la felicidad hacen hermosas a las personas.
A la hora de marchar ella insistió en llevarme en su carro hasta mi hotel. Yo, cómo no, acepté en el instante. En todo el recorrido no abrimos el pico para nada.
Por
lo que hablamos en el bar me pareció que Gabriela era bastante
anticuada. En el transcurso de nuestras charlas insistió varias veces en
que este tipo de rutinas, como irse sin compañía a tomarse un trago,
era algo inusual en la inercia de sus días. En un principio me pareció
que esa disculpa sonaba un tanto mentirosa. Pero luego, por sus
comentarios, sus anécdotas, y sobre todo por sus gestos y reacciones
ante mis historias, comencé a creer que, en efecto, su filosofía de vida
era bastante quisquillosa y conservadora como para estar tomándose unos
tragos sola en una barra. Yo le hablaba de viajes deschavetados, sin
rumbo, durmiendo en cualquier comunidad hippie, ─para que rindiera la
plata─, sin afeitarme, sin bañarme, o dándome una ducha en pelota a la
vista de todo el mundo en la mejor opción; navegando por el río
Amazonas, caminando por las montañas de Machu Picchu y pescando en el
lago Titicaca. Y a la vez que se asqueaba imaginándose el retrete, en la
comunidad hippie, en donde se posaban mil culos, se entusiasmaba con
los paisajes naturales, con el conocimiento de gente extranjera y con el
resto de aventuras. En el filo de la mesura que guardaba Gabriela pude
reparar su contraparte. Noté que su actitud no era llevada con demasiada
pertenencia. Por el contrario, toda su manera de actuar y pensar,
estaba siendo forjada por algo externo que la reprimía. Ese
constreñimiento es algo muy común en la gente moderna. En general todos
queremos hacer una que otra locura. Esto, lo iba yo pensando en el
camino del hotel.
Muy pronto llegamos. Cuando ya me estaba despidiendo, e intuyendo que Gabriela intentaba sacudirse con temor de su carácter vetusto, me aventuré a proponerle una última copa en mi cuarto. Ella aceptó un trago más, pero, desconfiando del barrio cochambroso de mi hotel, la próxima copa nos la tomaríamos en su departamento.
Esa noche dormimos juntos. Las pocas horas de sueño las pasamos abrazados. En la madrugada una corriente de aire frío me despertó. Sentí que Gabriela se incorporó y acomodó de mejor manera las cobijas que se posaban sobre mi cuerpo. Luego volvió a acostarse y me rodeó en un abrazo. Su regazo era cálido y demasiado cómodo. El mejor cobijo es la piel de una mujer, así como la mejor temperatura es la exhalada de sus arrumacos y besos. Al día siguiente me levanté a eso de las 7am y mientras me puse la ropa ella fue hasta la cocina y me preparó desayuno. Muy rápido me marché.
En adelante no pude seguir hablando con Gabriela. No contestó más el teléfono, y cuando fui a buscarla en el bar no supieron darme razón. Yo estaba aún tan perdido en Santiago que por más vueltas y revueltas, intentando encontrar el edificio en donde vivía, no pude dar con él. Eso me tenía bastante cabreado. Si yo no le atrajera no tenía por qué ofrecer tantas ternuras como me las ofreció en su casa. Además, yo no creía que se hubiera forzado a teatralizar sus cariños. Muchas cosas pasaron por mi cabeza en aquel momento. Pero llegué a la conclusión, para zanjar de una vez aquello, que, con esa añeja manera de asumir el mundo, era seguro que estaba pegada y escondiéndose en la pared de la vergüenza. Lo cierto era que yo quería volver a verla. Todos esos días, al momento de irme a la cama extrañé sus brazos calidos rodeando mi cuello, su piel, sus besitos, su cabello.
Una noche, inesperadamente,
me llamó y dijo que quería verme. Para entonces yo había logrado
colgarme en una empresa de metalistería y quería ahorrar algunos
dólares. Además pensaba estar un tiempo en Santiago, conocerlo, y luego
viajar a la pampa argentina. Porque, bueno, la verdad es que siempre
había sido un tipo bastante inestable en la vida de ciudad. Pasados
algunos meses, encerrado en una urbe, sentía que el cuello de la
tranquilidad era apretado por los afanes de la aventura. De modo que muy
rápido renunciaba a todo lo que tenía instalado y me tiraba de nuevo en
un paracaídas improvisado, asumiendo el riesgo de caer en cualquier
parte.
Cuando me encontré nuevamente con Gabriela casi no le atinamos a un diálogo. Se veía muy linda. Por descontado, yo tenía que confirmar alguna de mis teorías sobre su escamoteo. Así que lancé mi provocación disculpándome por lo de la otra noche. Su respuesta fue confesar que también estaba bastante apenada, dijo que nunca le había pasado una cosa así, que nunca se llevaba para su cama a un hombre luego de unas primeras copas, que ella debía tener una amistad primero, conocer a la persona, para luego trascender a otra relación más íntima. Y siguió con su repertorio de arrepentimientos y protocolos de buena conducta. Yo la miraba y me daban unas ganas terribles de besarla.
─Te entiendo ─le dije─, te entiendo, pero tienes que saber una cosa. Sé, o al menos eso es lo que formaliza la gente, que antes de existir el Amor debe existir la Amistad…, pero a mí esos convencionalismos me entorpecen, te lo confieso. Pero qué pasa contigo. Nos conocimos una noche y al siguiente encuentro estuvimos enredándonos las piernas en tu cama. Para mí, esa pasión que sentí cuando te besaba, ese entendimiento de los cuerpos, ─una improvisación que parecía practicada con anterioridad─ toda esa magia no fue un soplo de deseo fortuito…, entre tu y yo hay una energía, un hechizo especial.
Ya parecía yo un hippie playero de los que
tanto he detestado, hablando de esas maricadas, pero de alguna manera
tenía que explicarle todo lo que la había extrañado. Es verdad lo que
algunos malditos pragmáticos dicen: el amor, para que el no lo está
sintiendo, es una ridícula tontería.
─Tampoco puedo afirmar ─continué
diciendo─, que todo ese rollo fue a causa de unos tragos chiflados. Esa
atracción la sentí desde que entré al bar y te vi…, mujer, la verdad no
sé qué puedas sentir por mí, pero sí sé lo que yo por ti. Y es que me
encantas. Me muero por vos. ─A Gabriela se le iluminaron los ojos─. Me
muero por pasar una tarde contándonos cosas…, las más triviales, las más
graciosas y fortuitas. Me muero por irme contigo toda una tarde a un
parque y tomarnos un café improvisado. Es más, si quieres nos vamos
juntos a la pampa.
─Vos estás loco ─contestó─
creés que por el único hecho de que “te mueres por mí” vaya a tomar
textura un romance entre los dos. Eso no es nada. Para que exista un
romance debe haber otras cosas..., estás definitivamente loco.
─Si, entonces me falla la chaveta ─reconocí.
─Lo que tienes es un exceso de energía y de pasión.
─Está
bien, pero creo que una historia de Pasión puede volverse muy
fácilmente una historia de Amor, lo contrario es mucho más improbable.
Además ─dije pensando en algo que escuché en boca de otro─ “todo lo que
la Pasión construye, el Conocimiento lo destruye.”
─No digás tonterías ─replicó.
Cualquier
cosa que fuera, lo nuestro tenía que funcionar, pensé. No todos los
enamoramientos de un día soportan estos reclamos. Si una extraña
conexión no me articulara con ella hace rato me hubiera largado de allí.
Lo mismo tuvo que sentir Gabriela. Si se quedaba era porque intuía ese
vínculo y guardaba una esperanza.
─Insinúas que lo pasajero es más emocionante que lo permanente…, ─dijo ella─ tenés que saber que lo que yo busco es algo seguro.
─Pero
mujer, el amor es una aventura, una apuesta, y no un contrato con una
empresa de seguros..., hagamos una apuesta y tergiversemos ese frío
protocolo del paso dos después del uno. Vamos de una vez al dos y luego
vemos qué sucede.
─Pero es que…,
─Pero es que nada─ la atraje hasta mí, y la besé.
─Ya te estabas demorando ─me dijo entre besos y risas.
A la siguiente semana ya estábamos rumbo a la pampa argentina.
A la siguiente semana ya estábamos rumbo a la pampa argentina.
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