miércoles, 12 de marzo de 2014

PRIMERA VEZ



―Ya me dijeron cuándo entro al ejército…―le digo a Juliana.

Ahora le hablo con el tono más desganado posible. Juliana deja de sorber jugo de fresa.

 ―¿En serio?

Asiento con la cabeza. Silencio. Soy un cerdo, pero esto va bien. Yo también te quiero, July.

A dos meses de graduarme del colegio, y a punto incorporarme al ejército, no he podido volver a apretarle la nalga.
Estamos locos por hacer el amor, pero nada. El episodio con su papá la dejó traumatizada. De modo que no tengo de otra que el chantaje emocional. 

La veo lloriquear y sorber mocos. Para volver al proceso evolutivo de “nuestra primera vez”, luego del sorteo, la llamo y me encuentro con ella en el parque de la Floresta para tomar jugo de fresa. 

Nos vamos para mi casa y nos encerramos en la pieza. Me siento un poco sucio por mi estrategia. Pero como sea tenemos que dejar a paz y salvo la deuda con la Historia. 

Nos acostamos, juntamos las frentes y nos acariciamos el pelo. Juliana hace cuentas: hace un mes no le beso las tetas.

―Una eternidad ―dice―, porque me encanta. Y me las ofrece. 

Ahora estoy en el cielo. Me mira con ojos de “te quiero más cuando me manoseas”. 

―Pero aquí no… ―dice―, ni en mi casa. 

Las cosas están claras: como sea, tengo que conseguir el dinero para financiarme ya, ¡pero ya es ya! cuatro horas de motel. No puedo permitir que Juliana hable con sus amigas y se arrepienta. Salto de la cama con una dura carpa levantada en el bluyín. Juliana me coge la mano. 

―¡Nooo! ¿Para dónde vas? 

Agarro el teléfono y llamo al gordo Quico.

―Te vendo mis Adidas ―le digo―. Te las dejo a mitad de precio. 

Quico está feliz. Son mis preferidas: unas Adidas blancas con rayas azules que me valieron seis meses de ahorros. Juliana me escucha y se ríe. 

A la media hora llega Quico a mi casa con la plata. No tiene idea para qué la necesito. La gestión tiene que ser rápida. Ambos estamos en la misma posición: el gordo no puede darme oportunidad de arrepentimiento, ni yo no puedo darle esa oportunidad a Juliana. 
La situación resulta ridícula y simétrica. Por eso el afán de ambos. El gordo se pone los tenis y se lleva los viejos en un morral. Lo veo caminar despacio y a la vez excitado, como si fuera a reclamar la lotería de Medellín. 

Con el dinero en mis bolsillos, me voy con Juliana para el centro de Medellín. Por lo que me ha dicho Quico, por el Teatro Pablo Tobón hay unas buenas residencias. Así que caminamos por la avenida La playa buscando dónde meternos. Voy con las manos relajadas, Juliana en pelo largo y su mochila tejida y cruzada por las tetas. A esta hora de la tarde hay poca gente y el ambiente está calmado. 

Conversamos. Nerviosos pero decididos. Más delante nos desviamos por una calle solitaria y pasamos al frente de Magali, un motel con una puerta grande y dos materas afuera en la acera. 

―Parece decente. 

―¡Ay, no! Ese no me gusta ―y me jala de la mano― ni siquiera deben lavar las sábanas…

Caminamos otras dos cuadras. El sol arriba y no decimos una sola palabra. Las manos me sudan. Me parece que esto se va a complicar. Pasamos al frente de Cupido, muy parecido a Magali y Juliana ni siquiera se detiene. La cuadra está infestada de materas al frente de las puertas. 

―Los primeros pisos me ahogan… ―me dice―, quiero que subamos escalas. 

Respiro profundo, me toco la frente y me lleno de paciencia. ¿Dónde hay un motel con escalas? 

Me acerco a un vigilante de un edificio. Tiene cara cuarteada por el sol y los ojos hundidos, debe saber dónde hay uno. 
―Socio, buenas… -le digo- te pregunto… ¿vos sabés dónde hay un motel con escalas por aquí? 

Se ríe. Me siento una güeva. Juliana no sabe dónde meterse. El vigilante la mira de arriba abajo. 

―Voltee por aquí, y a media cuadra está Riboli. 

En la siguiente esquina veo mi salvación: Residencias Riboli. Es una casa de tres pisos, cuatro ventanas y palmeras en los balcones. 
Subimos las escalas y nos recibe una taquilla polarizada. Un sujeto saluda al otro lado pero no podemos verlo. Parece una taquilla blindada. Su voz se escucha como si estuviera a dos cuadras. Tengo que agachar la cabeza y pegar la oreja a la media luna del vidrio. Me dice que en la cartelera está el menú de habitaciones. Juliana se recuesta a un lado de la ventana, como si el asunto no fuera con ella. Estoy incómodo. Este sujeto debería darnos la llave de una pieza cualquiera y ya. Ojeo la cartelera. Hay diez o cien posibilidades. Me detengo en la más barata. Se lo hago saber al sujeto mientras veo mi reflejo en el vidrio negro. Espero dos segundos y por la taquilla aparece un llavero: un recorte de madera donde está marcado el 7. Lo tomo y jalo de la mano a Juliana. 

Ahora me siento un hombre sólido y curtido. Giro la chapa despacio y abro. Siento un concentrado olor a lavanda. La alcoba es simple: una cama con nocheros de madera, un perchero, una neverita, un equipo de sonido y un tocador. Junto al rodapié de la cama nos detenemos a estudiar el sitio como si hubiéramos encontrado la escena de un crimen. Pienso en todos los cuerpos que han pasado por esta sábana. Cuántos de ellos buscando sexo, cuántas de ellas buscando amor. 

Voy a la esquina y enciendo el ventilador pegado en la pared. Me quedo mirando cómo se mueven las aspas del ventilador. Esto no va a funcionar. Por puro reflejo me siento en la cama. Me quito los zapatos y me tiro relajado sobre el colchón. Juliana se sienta en la banquita del tocador mirándome como si fuera un extraño. 

Me estiro y enciendo la radio. Suena ese tema No hace falta decirlo, con tus ojos me bastan. La Voz de Colombia, la emisora, y su programación de música romántica setentera. Giro el dial y aparece un enjambre de ruidos. Busco las baladas de Veracruz Estéreo. 

―A mí me gusta Franco de Vita ―dice Juliana.

―¿Sí…? ¡Qué pena! ―me devuelvo y busco sintonizarlo. 

Me quito las medias, luego la camisa, como si Juliana no me estuviera mirando. Me levanto y voy a la neverita descalzo y en los bluyines. Encuentro dos Redbull, cuatro latas de cerveza Costeña, un cuarto de litro de aguardiente Antioqueño y otro de Ron Medellín añejo, dos botellas de agua Cristal, dos latas de salchichas Zenú, y maní Vitarrico. ¿Maní? ¿Será que es afrodisiaco? 

Me decido por la Costeña. La destapo y me doy un primer trago. La cerveza estalla en mi boca y me refresca la garganta. Y no hace falta decirlo cuando todo se acaba. Tarareo la canción ignorando a Juliana, y me recuesto en las dos almohadas de la cama como si fuera a ver televisión, aunque aquí no hay televisor. Sobrarían las palabras y el silencio es mejor. El ventilador va y vuelve revolviendo el aire concentrado. 

Juliana se levanta, cuelga la mochila del perchero y va al baño. Cierra la puerta y la pieza queda comprimida en estas cuatro paredes. Juliana aparece en el marco y le ofrezco cerveza. Se toma un trago y suspira.

―¡Ay, no sé…! ―me dice― esto me lo imaginaba diferente.

La canción al fondo se acaba y ahora suena Cisne cuello negro, cisne cuello blanco. Esto no va a funcionar. Demasiada tensión. Tengo que ir al baño también. Cierro la puerta y orino. La descarga no alivia mi nerviosismo. Me pongo frente al espejo del botiquín y encuentro un jaboncito recién abierto. El agua fría en la cara me espabila. Me doy ánimos diciéndome que ya tengo 18 años. 

Cuando vuelvo a la pieza Juliana está acostada bocabajo, con el cabello extendido sobre la almohada, en brassieres y tangas negras. No quiere mirarme y por eso cierra los ojos, o es que le da pena, no sé. Reconozco los dos huequitos en la espalda y ese culo estrecho y paradito. Su tanga me destroza los nervios. Su ropa está tirada en el suelo. Me quito el pantalón y me siento a su lado. Así, relajada, con los ojos cerrados, se ve preciosa. Sostengo la cerveza y encuentro la lata completamente vacía. Se tomó la cerveza de un tirón. Me da risa y le doy un pico en el pelo. Juliana me mete la lengua con torpeza en la boca. Me siento un poco enredado en la situación pero le pongo ánimo y cierro los ojos. Nos besamos y besamos.

―Estás temblando ―me dice cogíendome las manos.

Voy a romper el pantaloncillo a la altura de su centro. El rostro de Juliana se ve precioso, con el cabello largo y su rostro blanco y los labios rojos. Voy de nuevo al ataque. Le beso la clavícula y la abrazo para desabrocharle el brassier… pero esas malditas pinzas son imposibles. July me echa un vistazo de reojo. Con una impaciencia dulce, me hace saber, de la manera más tierna, que soy un pobre pendejo. Me siento el idiota mayor. Ella misma se desabrocha y deja resbalar el brassier por los codos. Media vida esperando para esto. Me detengo por un segundo para memorizarlos: son un par de manzanas rosadas con los pezones diminutos. Estoy a punto de besarlos cuando Juliana de detiene de golpe y se tapa con las dos manos.

―Espera, espera ―me dice

―¿Qué pasó? ―digo desconcertado.

―Si quieres nos damos piquitos y ya, solo piquitos.

―¿Pero por qué?

-Es que no te había dicho.

―¿Dicho qué?

―Es que me vino.

―¿Qué cosa?

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