En la feria artesanal de San Alejo,
celebrada en el Parque de Bolívar en el corazón de Medellín, se bebe
aguardiente y se fuma marihuana con esmero. La botella de aguardiente se
camufla en bolsas negras, se toma pico de botella y el humo de la hierba sube
por entre las sombras verdes de los árboles.
El cielo irradia un azul perfecto una
multitud avanza con lentitud por los pasillos de los toldos en los que se venden
bolsos y correas de cuero, manillas, anillos, collares, aretes, muñecos de
dragones y hadas. El reportero polaco
Riszard Kapuscinski escribió: “Un Centro Comercial es un edificio con pisos
lustrosos, rótulos de conocidas marcas, placas con apellidos de comerciantes
famosos, anuncios de ofertas y vitrinas atractivamente decoradas. La feria por
el contrario, es el mundo de la espontaneidad y la improvisación, es una
celebración popular”.
Estoy ojeando los tenderetes cuando un
sujeto me reza en secreto: “tortas, ponqués, tortas”. El tipo vende las famosas
tortas de marihuana de San Alejo. Son tortas de banano, sazonas con hierba.
Cada porción vale 2 mil quinientos. Pido dos. Las masco en cuatro bocados y las
paso con cerveza. Su sabor es simple. Y su olor, tantas veces olido no se
parece en nada a su sabor. Los efectos de la torta se demoran. El proceso
digestivo tiene que hacer toda su carpintería para que las sustancias
psicoactivas inunden la sangre y lleguen al cerebro.
En un puesto de venta pregunto por un
anillo. La pinta del sujeto del tenderete me recuerda al pirata Jack Sparrow.
Pero este pirata tiene lentes oscuros. Jack coge el anillo con cuidado y lo
mira. Le saca brillo con un trapo rojo y me lo entrega despacio, ceremonioso,
como si me entregara un misterio.
―Jirafita, ―me dice―, la piedra se llama
Jirafita porque tiene manchas marrones, como las jirafas.
La piedra me encanta. Jack me dice que
trajo la piedra desde el Perú. El anillo tiene un buen precio: 15 mil pesos. Lo
llevo y pienso que voy a quedar como un príncipe con este regalo cuando lo
entregue.
Más adelante hablo con Armando, un
artesano, en su puesto de correas de cuero. Me cuenta que es de Medellín y
viaja por Suramérica. Es graduado de sociología de la Universidad de
Antioquia. Trabajó con la
Alcaldía de Medellín pero cansado de los horarios, de su
novia y su mamá, dejó su profesión. Con Armando me tomo otra cerveza. Me dice
que su vida no tenía emociones, que buscaba tener ritmo y velocidad en sus
días. En una oportunidad, en Valledupar, Armando conoció a un holandés quien
acababa de llegar de la
Sierra Nevada de Santa Marta y estaba encantado con las
garrapatas. Las tenía regadas por todo el cuerpo. Cuando el europeo estaba en
la sierra, su guía le advirtió que esa plaga le haría daño, pero el hombre
estaba feliz con sus bichos caminándole por el pecho peludo. A los días, los
animales se enterraron en la carne y el holandés presumía con su collar de
garrapatas entre la piel. Cuando más adelante la enfermedad comenzó a
consumirlo, el guía lo amarró a la fuerza en un burro y lo bajó hasta
Valledupar. Fue allí donde Armando lo conoció, con el pecho herido, inundado de
bolas gruesas.
Escucho la historia y me doy un trago de
cerveza. Una señora pasa por el pasillo y pregunta por un cenicero en cerámica.
Para nuestros paisano cualquier persona que venda manillas en la calle es
un marihuanero que no quiso estudiar. Y no se equivocan. Pero el asunto no
acaba allí. Ante todo, estos artesanos son aventureros, amantes de la libertad
y el hedonismo. Su personalidad eclipsa.
Ellos son, sobretodo, aventureros y los aventureros para sobrevivir a sus
pericias tienen que desarrollar el sentido de la empatía. La empatía, según el
diccionario, “es la identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado
de ánimo de otro”. Identificación, eso es la empatía, identificación. Por eso
si te acercas y hablas, ellos de inmediato están tratando de identificar tu
código, tu lenguaje. Cuando lo identifican ya están conectados contigo y se
puede hablar y compartir historias. La empatía es una habilidad que los
sedentarios hemos perdido. Encerrados en un edificio, en la casa o la oficina,
no conocemos ni al vecino y poco nos interesa conocerlo. Somos egoístas por
excelencia. Estos artesanos por el contrario han viajado miles de kilómetros y
para sobrevivir tiene que identificarse con el otro, contar con el otro. Pueden hablarte de cómo es la cultura de los
Indios Arahuacos en la
Sierra Nevada de Santa Marta, qué comen los pescadores del
rio Amazonas, y el precio de un filete en un mercado de Buenos Aires. Haciendo
equipo con cualquier persona desconocida en el camino, es la única manera para
sobrevivir y luego contar su rollo.
Más tarde me siento a fumar un Kool light
al lado de la fuente de agua y comienzo a sentirme liviano. El efecto de la
torta. Veo la estatua ecuestre de Simón Bolívar. El hombre y su espada, su
caballo. Yo también quiero ser un héroe… con estatua en el parque donde caguen
los pájaros.
El reportero Kapuscinski tiene razón: las
ferias son una fiesta popular. San Alejo es una de ellas. Los primeros sábados
de cada mes se repite el festejo en el Parque de Bolívar. El sol cae detrás de
la montaña cuando dejo la feria y en mi bolso el anillo con la jirafita.
En el Metro siento un peso enorme en los
párpados. Era un sueño invencible. Como puedo llego hasta el apartamento y me
tiro a dormir. Es un sueño ligero, delicioso. Duermo 10 horas seguidas. Pocas
veces duerme uno tan tranquilo.
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