I
En ese tiempo
estaba a punto de ser arrasado por las deudas. Tenía atrasos en las cuentas del
celular, del apartamento y su administración y de las tarjetas de crédito. Esto
sin contar con algunas letras que les firmé a un par de amigos. Estaba
desesperado. Y lo peor, estaba enamorado
de Carolina, una mamacita con los ojos de un gato y un color de piel tostado en
Miami. Una princesa que andaba en una camioneta Toyota y tomaba fotos. Cuando la conocí, a
ella la pasaba sangre azul por las venas, en cambio yo no tenía ni para
invitarla a un sándwich.
La primera vez que
la vi fue un día soleado, con esos calores de mierda de enero en Medellín. Yo
había quedado de verme con unos amigos en un restaurante de comida italiana con
terraza, para trabajar un rato. Para entonces, ellos dos estaban mejor parados
que yo. Éramos ingenieros de producción, sabíamos echar cuentas, llevar
estadísticas y hacer grafiquitas en Excel. Pero yo había corrido con los gastos
de un par de deudas que me dejó mi papá cuando murió. El plan con mis amigos suponía
volver a cogerle el pulso a la vida.
Lo cierto es que alguien nos presentó. Cuando nos dimos la mano, ella me
miró con la intensidad de una mujer soltera y enamorada. Y yo la miré con la
intensidad de un hombre soltero, enamorado y con ganas de echar un polvo. La
conexión entre los dos fue inmediata. Alguien me preguntó si creo en el amor a
primera vista. Lo que yo creo es que: el único amor, es el que hay a primera
vista. Con una excusa pendeja le pedí el número de celular.
Para poder invitarla a comer, le pedí plata prestada a uno de mis amigos. Cuando volví a verla, sus ojos quemaban el fondo de mis ojos. Nos enamoramos como locos.
Para poder invitarla a comer, le pedí plata prestada a uno de mis amigos. Cuando volví a verla, sus ojos quemaban el fondo de mis ojos. Nos enamoramos como locos.
II
En esa época yo
trabajaba en una planta de confección que estaba a punto de entrar en quiebra. El dueño de la empresa era
un tipo que aplicaba los mismos trucos administrativos que venía ejecutando
desde años atrás. Era un viejo que no revisaba un correo electrónico, le
importaban un pito los indicadores que yo le llevaba en tablistas de Excel, renegaba
de la universidad y a cambio hablaba bien de la experiencia, los años, las
canas. En fin, toda esa mierda que dicen los perros viejos que ladran echados. Día
a día avanzaba la avalancha: la empresa estaba a metros de quedar bajo el lodo
de las deudas. Su mayor cliente quebró y la empresa no alcanzaba a conseguir
otras ventas. Poco a poco el pantano nos tragaba. Los pagos a los trabajadores
eran cada vez más inciertos. Los empleados de mediano rango llevábamos tres
meses sin pago.
Mientras el jefe,
el viejo estaba cansado de una vida de trabajo y quería mandar todo al diablo,
yo tenía toda la energía y tenía la plena seguridad de que la empresa tenía un
gran potencial comercial. Necesitaba un socio que inyectara capital de trabajo.
Estaba angustiado. Un amigo, que sabía de mi situación, me dio el teléfono de Manuel
Mosquera, dueño de una empresa de camisas. Quedamos en una reunión de trabajo pasa
asignarme la confección de varios lotes de una referencia que estaba vendiendo
muy bien. Manuel Mosquera me dio cita para reunirnos un lunes.
Ese fin de semana
fui muy animado al apartamento de Carolina. Pero no le conté nada de Manuel
Mosquera. No valía la pena hablar de eso. Así que mantuve la postura de un
hombre que no se afana. Cuando la vi, estaba sonriente y me dio un fuerte beso.
Luego alzo la cara: tenía la mirada encendida y la piel cremosa.
-Ven, te muestro
unas fotos -dijo y me haló de la mano por el pasillo de su apartamento.
Le miré el trasero.
Carolina me gustaba, me gustaba mucho y lo peor es que me estaba apegando a su personalidad.
Me mostró orgullosa una serie de fotografías. Ella estaba feliz porque yo viera
su trabajo. Sus fotos eran en Moravia, un barrial con casas de cartón y madera
y calles empolvadas. Mostraban la pobreza, pero también las sonrisas de los
niños. Las fotos eran muy buenas. Trasmitían una emoción. Eran tristes pero endosaban
esperanza. Mostraban un sentimiento muy interesante: saberse triste pero con posibilidad
de cambio. Luego de ver las fotos, Carolina me abrazó, me empujó contra una pared y
me besó mucho.
Desde el viernes
por la noche hasta el domingo en la tarde hicimos el amor diez veces. Estábamos
muy gomosos. El sábado, cuando estaba cayendo la tarde y el sol entraba en su
habitación en diagonal, ella me cabalgaba, tan linda, así, con los ojos
cerrados, sintiendo un montón y yo le miraba las tetas brincando, queriendo
estar dentro de ella para siempre, cuando se me vino a la mente el rostro de Manuel
Mosquera. Yo follaba y no podía dejar de pensar en la cita del lunes con ese
señor. Cuando terminamos, Carolina quedó rendida. Ella no decía nada de sus
orgasmos, pero yo supe había tenido varios. Cuando esto sucedía, quedaba completamente
abatida. Le acaricié el pelo cuando se durmió. Empezó a roncar como un gato.
-No quiero que me
dejes -dije cuando supe que ya no escuchaba nada. las
promesas de amor siempre tienen una tragedia.
III
Al lunes fui con
toda la energía donde Manuel Mosquera. Con las utilidades de ese negocio,
invitaría a Lina a las playas de Capurganá. A veces yo de decía Caro, o le decía Lina. Sería un programazo con ella,
tumbado en una playa de arena blanca, con sombrillas, gafa negra, tomando unos
Hemingway y al fondo el mar. Manuel Mosquera estaba de traje en su oficina. Dijo
que ya tenía suficientes talleres de confección y de un manotazo me borró de su
mapa.
-Entiendo
perfectamente -le dije.
Sonreímos y nos
dimos la mano. Hacerme gastar plata en pasajes. Malparido.
De nuevo estaba en
el ojo del huracán. No sabía qué hacer. Estaba muy ansioso. Cuando salí a a la
calle, a la gente y a los carros, me entraron ganas de llamar a Carolina. Me asusté
aún más. Estaba muy enamorando, o sea, llevado del putas. Cuando sientes la
necesidad de estar llamando por celular a otra persona ya no sos vos
completamente. Una parte de ti está en otro lado, fuera de tu control. Me
resistí y no la llamé. Además, porque ella
no me contestaría.
Con Caro me veía cada
ocho días, pero en semana ella desaparecía. En dos o tres oportunidades que
intenté hablarle no me contestó al celular y nunca me devolvió la llamada.
Tampoco contestaba los mensajes por el chat del Gmail, ni por el Facebook. Se desaparecía.
Perdida, perdida. Eso me volvía loco de celos. Me sentía impotente. Rabioso. Solo
hasta el viernes a medio día, me podía un mensaje por el Twitter: ¿Nos vemos
hoy? Y ya, nada más. En la noche yo llegaba a su apartamento y pasábamos juntos
hasta el domingo. Así que ella no se enteraba de mí, ni yo de ella.
Creo que Carolina era
diseñadora o funcionaria pública, ni sé. Su apartamento quedaba en una de las
lomas del barrio El poblado, en un sector elegante. Tenía una camioneta Toyota
donde se veía imponente cuando sujetaba el volante. Alguna vez me dijo:
-No traigas tu
carro, acá no tienes dónde guardarlo.
Yo me mostré
completamente de acuerdo y me evitó la
molestia de explicarle que no tenía carro. Y quedó zanjado ese asunto que me
jodió en un principio porque no quería dar la imagen de un tipo montando en
bus. Así que siempre llegué a su edificio en taxi. Caro no sabía que en mi casa, a duras penas, pagaba el agua y luz. Ella
no sabía que tuve que cancelar el servicio de tv, el de teléfono fijo y el de
internet. Solo mantenía un celular en plan de pos-pago.
Una mujer de su edad hace rato sabe lo que quiere en la vida y ella me eligió a mí. Cuando le
pregunté por qué estaba conmigo, contestó que no lo sabía, y que era mejor así,
porque si lo descubría era muy probable que le dejara de gustar. Por mí parte,
sí sabía lo que me gustaba de ella: su trasero sofisticado de modelito Diesel y
su infierno interior, esa mezcla de misterio y de total entrega. Así era ella:
los fines de semana era completamente mía. Y en semana, una completa
desconocida.
IV
A la semana
siguiente, me llamó una funcionaria de Catálogos Armand. Me preguntó si en la
empresa confeccionábamos toallas.
-Por supuesto -le
dije.
Me preguntó por la
capacidad de producción, por el número de unidades diarias, semanales,
mensuales. Le dije que el tema de la capacidad no era un problema, que dependiendo
de las cantidades que necesitara y los tiempos de entrega lo solucionaríamos.
-Son 10 mil toallas
–dijo-, para entrega cada quince días, es decir, 20 mil mensuales, para un
primer contrato de 6 meses y de acuerdo como nos vaya lo renovamos por otros
seis meses.
-Ya, okey -contesté,
fingiendo tranquilidad, pero tuve que hacer un esfuerzo por mantener la calma y
no ponerme a brincar de felicidad.
Le dije que no
había problema. Yo hablaba en ese
tono fingido de ingeniero con criterio. Acordamos una visita, para ella ver las
instalaciones de la planta, la sala de corte, las máquinas, el personal. Todavía
teníamos un tema pendiente sobre la mesa: el precio por unidad.
V
Al día siguiente apareció
por la empresa y el viejo y yo la recibimos en la sala de juntas. Era una
señora ejecutiva muy sexy. Tenía tacones, falda negra, gafas de aumento y cabello
largo. Sus medias eran negras y sus aretes, manillas y bolso en verde cocodrilo.
Seguro tenía un liguero debajo de esa falda. Era un lagarto divino y yo tendría
que saber manejarlo. El viejo ni se inmutó. Ya nada le importaba. El precioso
lagarto de minifalda llegó con un sujeto acuerpado y vestido de traje y
corbata. Era su secretario. Lo primero fue bajarlos a la planta y les mostré el
indicador de eficiencia de las operarias. Mi trabajo no había sido gratuito.
Tanto presionarlas, tanto cronómetro, tanto respirarles en las nuca, tanto
despido de gente querida pero ineficiente, tantas curvas de unidades producidas
por día, tanta presión sobre ellas…, Uno pasaba por las filas de máquinas y
todas trabajaban a un ritmo de máquina. Todo mi trabajo como ingeniero hijo de puta y abusivo había dado resultado.
Volvimos a la sala
de juntas. Nos sentamos en la mesa y pedimos café a nuestra señora de los
tintos. El lagarto de gafas se arregló el pelo, venía bien acalorada de la planta.
El tipo no decía nada. Ella mandaba. Nos pidió un precio de confección para la
toalla.
-1.500 por unidad -dije.
Ya el viejo y yo habíamos estudiado los costos de producción y el margen de
utilidad.
-Pero, caballeros –dijo-,
son 20 mil toallas mensuales.
-El volumen -dijo
el viejo-, es un arma de doble filo.
-700 por cada una –propuso
ella.
De 1500 nos bajó de
un tirón a 700. Era una gran diferencia. El viejo se levantó de la mesa:
-Bueno, muchas
gracias por haber venido –y le extendió la mano al hermoso lagarto.
Ella lo miró
asustada y carraspeó. Yo me levanté aterrado. Había esperado un momento como
este en mucho tiempo y el viejo lo estaba arruinando. Lo cogí por el hombro y
le hice bajar la mano y lo empujé con suavidad contra la silla. Por fin se
sentó. En esas llegaron los tintos. La señora los repartió por la mesa.
-Dejemos el tema en
1.100 -propuse.
Ella miró al tipo.
-750 –dijo ella. Él se negó. Ella no era quien mandaba.
El viejo volvió a
levantarse.
-Mire señora –di el
último empujón –usted se dio cuenta de los indicadores de productividad y
calidad, de nuestro compromiso. No creo que haya otra empresa así en la ciudad.
No le fallaremos.
Casi me tiro al
suelo y le beso la rodilla. Y se la hubiera besado, y aún más, se la hubiera
mordido.
A la siguiente
semana, estábamos descargando un contenedor con 14 mil toneladas de esa tela
peluda para toalla. La ingeniería de producción es un látigo contra los
obreros. Pero, qué le hacemos, así funcionan las cosas. Catálogos
Armand nos hizo un adelanto. Pudimos pagar las nóminas atrasadas y tuvimos un
colchón de dinero extra para insumos.
Ese fin de semana
le dije a Carolina que saliéramos a comer.
-Dejemos los carro
–le dije- para que podamos tomarnos unas copitas de ron.
Nos fuimos a un
club de salsa. Yo estaba feliz. Por fin, podía gastarle plata a mi princesa.
Cuando estábamos borrachos me cogió de la cara y me hizo mirarla a los ojos:
los suyos estaban completamente locos y desviados. Hermosos.
A la siguiente
semana estábamos en las playas de Capurganá como lo había planeado.
1 comentario:
Cuentazo!
Se ve que usted ha estudiado algo de guión, mi querido Andrés.
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