“Te
fuiste, nos dejaste pero quedan los recuerdos de nuestras las farras.” Esta es
la frase escrita con marcador negro sobre la tumba de Jorge Garrido,
1.984-2.010. El hombre lleva metido en la tumba dos años. Sus flores están
grises y tostadas. “Por todo el vino que
tomamos, por todas las noches que vivimos” Alberto Jaramillo 1.978-2011. La
dedicatoria es firmada por Marta. “Para una madre muy especial” Rosa María
Huerta 1.954-2.009.
“Yo
te dije que volvería al campo santo a brindarte mi sentimiento y mi cariño”.
Sigo caminando por los pasillos del
Cementerio de San Pedro, Medellín, una cuadra arriba de la estación Metro
Universidad. Vine a dar a acá, porque quiero más cerca de los muertos. Aunque
sé que estoy equivocado, para estar más cerca de los muertos, debería visitar
un pabellón con enfermos de cáncer testicular.
Tumba de Gardel
El corredor principal del cementerio está
totalmente solo. Es Lunes, diez de la mañana y no hay ningún entierro. A un
lado está la tapia de Carlos Gardel. Gardel murió en Medellín, en un accidente
aéreo, en 1935 y su cadáver estuvo en este cementerio hasta que se lo llevaron
a Buenos Aires.
En el cementerio de San Pedro por las
noches hay actividad cultural. En la plazoleta central, rodeada de tumbas,
hemos visto O marinheiro, de Fernando Pessoa, representado por el grupo del
Teatro Matacandelas. Para esta temporada, la obra comienza a las doce de la
noche. En la primera escena hay una doncella muerta velada por cuatro más.
Todas con cara de muertas.
La tarea que tienen los publicistas es
vender una promesa. Si compras una camisa Lacoste te prometemos diferenciación
y exclusividad, dicen los italianos.
“No te imaginas lo que CITROËN puede hacer
por ti”,
“La verdadera vida comienza en el interior”
NISSAN,
“La forma más hermosa de ser tu misma”,
NIVEA.
Pero
en el top de las promesas, la religión se ha llevando siempre el primer puesto.
Si eres bueno, te prometemos un paraíso en el más allá. La vida después de la
muerte, la vida eterna, es el comercial con el que clérigos católicos, judíos y
musulmanes han vendido sus productos y levantado sus palacios.
La cantidad de adeptos de las religiones a
lo largo de la historia ha demostrado la eficacia de esta campaña publicitaria.
Los creativos de las empresas lo saben, lo estudian, y por eso siempre están
buscando una promesa para venderle a su mercado, una promesa que sea tan
atractiva como una experiencia religiosa.
Veo tumbas, cruces, nombres, y me pregunto
por los administradores de la muerte, por quienes se han hecho dueños de la
vida después de la muerte.
El día está oscuro. Roberto Quintero murió
el 14 de Mayo d 1995, Mario Loaiza, Febrero 2008, Emilia Margarita Hincapié,
abril 18 del 2002. ¿Cómo era Rosa Emilia? ¿Querida? ¿Amable? De Maria Alfonsina
no se acuerda nadie. Su lápida es polvorienta y curtida.
Más adelante hay tres tenebrosas estaturas
de mujeres. Tienen el rostro perdido, mirando nada en el horizonte, caminan al
más allá, muertas, vestidas con mantos que cubren sus cabezas. Más tumbas. Más
nubes grises. Más dedicatorias “te fuiste para el cielo, espérame”.
La energía de los muertos es pesada. Siento
su carga en los hombros. Me siento triste, no sé por qué, pero este lugar no es
un buen lugar. Busco la razón. Tal vez la sugestión me doblega, tal vez las
dedicatorias, las tumbas, los pinos, el cielo, las mujeres muertas y Cristo sin
vida me han abatido.
Por azar, presencio la exhumación de un
cuerpo. Tres mujeres se abrazan esperando ver los restos de un familiar. Tienen
los ojos colorados y miran nerviosas. El sepulturero abre la tumba, baja el
ataúd y rompe con una barra las maderas corruptas. El cuerpo está tan podrido
como la madera. Las mujeres, sin dejar de abrazarse, se acercan lo menos
posible y miran desde la distancia.
Es un martirio. Yo no entiendo la religión.
¿Por qué dejar podrir un cuerpo en una tumba?
El cuerpo está prácticamente entero. Era un
hombre. Cuando lo enterraron, en la funeraria le aplicaron demasiado químico
que no dejó descomponer las carnes y los huesos. Para trajinar con el cuerpo,
el sepulturero tiene que despezarlo a punta de machete.
Cada machetazo del sepulturero chasquea y
parte los restos. Las mujeres lloran desconsoladas. Es una tortura, una puta
tortura engendrada en la religión. Veo llorar a las mujeres y se me encoje el
pecho.
Me da rabia. Religión de mierda, religión
de infierno.
No lo soporto y me largo. A la salida del
Cementerio de San Pedro me siento impotente. A mí, que me quemen a penas muera
y si mis órganos quedan buenos, que los donen.
La vida es ahora y no después. He conocido
un montón de gente que, al parecer, está esperando una segunda oportunidad.
Está esperando otro momento, no se sabe cuál momento, pero lo esperan. Están
esperando algún día para dar los abrazos, para decir las palabras, para
escribirlas, para estar con la gente que se ama, para pintar, tocar guitarra,
beber vino, escuchar música, fumar marihuana, hacer el amor toda la tarde, ver
cine, ordeñar, montar a caballo, respirar con hondura, mochiliar, leer a los
hijos, ir a clases de yoga, de culinaria, de piscina, de bisutería.
Afortunadamente, no hay una segunda oportunidad.
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