viernes, 23 de noviembre de 2012

CON SOLO MIRARLO LE DIGO TODO

Hace falta una inmensa ignorancia para acercarse a Dios.
Lawrence Durrel

Visita al Profesor Saúl, el parasicólogo que casi me deja sin plata en la billetera.


Nota: Siguiendo los principios del Periodismo Gonzo, Moleskine32 toma sus fotos en formato de celular, con pésima definición, pero con la honestidad de la observación directa. En esta crónica, la carencia del valor y el arrojo quedaron evidenciados pues no fui capaz de sacar el teléfono y tomar algunas fotos furtivas. 


I
Un sujeto se planta al frente y estira un papelito. Son las seis y media de la tarde, voy escurrido por entre la multitud de la Avenida La playa con El palo y no me queda más remedio. Le recibo y esquivo con afán.  “Amarro a su ser querido, le domino el sentimiento y le quito infidelidad, orgullo, rebeldía y retiro a su rival.” Es el volante del Profesor Saúl. Vuelvo a leer: “No diga a qué viene, con sólo mirarlo le digo todo.”
Nunca he creído en gitanas, clarividentes, astrólogos, numerólogos, y sin embargo la última frase me queda rebotando en la cabeza: “No diga a qué viene, con sólo mirarlo le digo todo.” Ya en la casa recién bañado, descalzo y en pijama larga, tomando Águila y fumando Kent, imagino sentado al frente del profesor Saúl. Su mirada misteriosa me eclipsa. Adivina mi pasado, mi presente y contesta las preguntas de mi incierto futuro. Todo esto, sin que yo abra siquiera el pico. Leo el papelito: horario de atención hasta las 9 de la noche. Agarro el teléfono, marco, pregunto horario y pido cita.

Ahora estoy sentado en la sala de espera en el consultorio del profesor Saúl. Mi cita es a las 11 am. Pedí permiso en el trabajo para venir. El consultorio está ubicado en el edificio Gaspar de Rodas, oficina 305, Medellín, al frente de la Iglesia de San José, en plena Av Oriental. Es una oficina pequeña, como cualquier oficina de abogado. El recepcionista me cobró ocho mil anticipado. El recepcionista: un sujeto de pantalones morados, camiseta amarilla, anillos en los dedos, pelo negro, engominado y rayitos rubios tinturados. Quedé mudo. Estoy que me largo de acá. Pero ya pagué mis ocho mil. De modo que… a esperar.
En la esquina de la salita hay un enorme buda con su panza al aire. Al lado, una vitrina multicolor con frascos de jarabes amarillos, rojos, azules y naranjados. En la misma vitrina, más abajo, ramas secas, verdes, largas y flores. Estampas de santos, patronos y ángeles. Velas, cruces, estampillas y cuarzos. Los cuadros en la pared son paisajes apocalípticos con pirámides, unicornios y explosiones galácticas. Detrás de los rayitos del recepcionista: una imagen de la Virgen del Carmen. Por lo visto, el Profesor Saúl realizó una estrafalaria mixtura de budismo, chamanismo, catolicismo y New Age.

Cinco minutos de espera y “rayitos” me hace entrar al cubículo y cierra. Está oscuro, polvoroso, el aire quieto como la alcoba de mi tío solterón. Un señor con pinta de señor y gafas de señor, me tiende la mano. La oficina es estrecha, a duras penas cabe el escritorio y las tres sillas. Nos sentamos y me mira fijamente. Recuerdo el papelito: “No diga a qué viene, con sólo mirarlo le digo todo.” Para que la cosa funcione tengo que poner cara de bobo desconsolado. De modo que chequeo la punta de mis zapatos, me rasco la garganta, y vuelvo  a mirarlo, esta vez, con una perfecta cara de idiota.
El señor me mira con intensidad.
―¿Ya ha venido por acá?―pregunta.
―No, no.
―Bien, ―contesta―. Haga el favor de barajar estas cartas y elija nueve.
Me rasco la garganta. ¿Pero cómo así? ¿No era pues que solo tenía que mirarlo? Trato de relajarme. Igual ya pagué mis ocho mil. Revuelvo las cartas, escojo nueve y las pongo al revés. El Profesor Saúl las descubre lentamente. Son cartas con dibujitos. Me está leyendo el Tarot.

II
Ahora sé que se trata del Tarot, y que eran veintidós, porque cuando salí de la consulta me fui derechito a buscar en la Wikipedia. Pero en ese momento, en la oficina del Profesor, yo no sabía qué diablos era ese Poker con figuras medievales. Estaba decepcionado. Yo esperaba que descubriera mi historia con solo mirarme.
Luego de ver las cartas, me dijo lo que se le dice a todo el mundo: “el trabajo va a mejorar, en el amor hay buenas posibilidades, usted es una persona buena, honrada y sincera; por acá veo que más adelante va a viajar, un golpe de suerte, cuidado con los chismes de los vecinos, por acá veo una mala vibración, usted tiene una energía que lo tiene atrancado, una sal, una vibración que no lo deja avanzar.” Así enumeró otra docena de vaguedades. Yo lo miraba con cara de estupefacción.
―Yo no estoy inventando nada ―dijo― son las cartas las que hablan.
De las nueve cartas, recuerdo tres: El loco, La rueda de la fortuna y La muerte. Busqué retener en la memoria las otras, pero la alharaca del sujeto no me dejó concentrar. El diagnóstico final: tenía que recibir un estricto tratamiento para eliminar las malas energías y potencializarme.
―Y ¿cuánto vale el tratamiento? ―pregunté.
―Trescientos cincuenta mil ―contestó.
¡¿Trescientos cincuenta mil?!―repetí mentalmente― ¡Está loco!
―Estoy interesado, ―dije muy preocupado― y ¿esa plata es para qué?
Recomendó hacer un altar: un santo, velas y riegos con aguas. Debía repetir  oraciones de poder, bañarme con un jarabe, mantener un cuarzo en el bolsillo y tomar bebidas con ramas secas. Todo esto, por supuesto, lo compraba en la vitrina de afuera.
―Pero es que hoy no tengo plata ―dije.
―Haga un adelanto hoy, que después paga el resto, ―contestó― recuerde que las malas energías no dan espera y usted tiene esas cartas de La muerte y El loco, que son cartas de muy mala vibración.
―¿Y si las revuelvo otra vez?
¡Nooo, eso no se puede!  ―contestó fastidiado.
Entonces le dije que volvía en la próxima quincena.
―Empiece hoy, ―dijo con impaciencia― se lo recomiendo, vaya y preste la plata, además aquí se le garantiza el trabajo, nosotros tres llevamos catorce años trabajando en esto.
¿Tres? ¿Cuáles tres? Me contestó que en el consultorio trabajaban tres “maestros”.
―Pero ¿usted es el Profesor Saúl, verdad? ―pregunté pensando en el volante de la calle.
―No, ―contestó― soy Héctor…, Saúl es el de la recepción.




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