Por: Federico Campbell
A David Huerta
Si no fuera por
los apuntes que vamos haciendo en una servilleta, un cuaderno o una libreta,
las ideas se irían sin volver jamás. Porque, como escribía Pascal, hay
pensamientos que se van y retornan pero también los hay que vienen y se van
para nunca más volver. Por eso es prudente fijarlos en una libreta, tanto como
el orden de las palabras en que se manifestaron.
A un escritor siciliano (Leonardo Sciascia) le gustaba comentar, de paseo por Roma, que siempre que pasaba frente a una papelería sentía lo mismo que un alcohólico frente a una cantina. No podía resistirse a entrar. Se metía sin pensarlo a comprar lápices, borradores, plumillas, tarjetitas de colores, tachuelas y libretitas que realmente no necesitaba pero que le encantaban como objetos tangibles y también por su olor, y hasta un mono de madera para modelar.
Yo, en lo personal, cada vez que voy a Tijuana me compro diez o veinte de esas pequeñas libretas de bolsillo que desde los años cincuenta fabrica Industrial Papelera de Baja California, S.A. Son una reproducción en miniatura del famoso cuaderno negro con manchitas blancas tratado con un barniz especial que lo protege contra la humedad y el uso y que eran los mejores de la república porque, gracias a la zona libre, su estupendo papel se podía importar de Estados Unidos y no se usaba en el resto de México.
Las libretas son una salvaguarda de la memoria. Gabriel Ferrater, el poeta catalán, contaba que para las matemáticas se requiere de una extraordinaria memoria juvenil, muy temprana, muy precoz, y que cuando Carlos Federico Gauss (1777-1855), llamado el princeps mathematicorum, murió a los 78 años, se le encontró una libreta de cuando tenía 17 años y prácticamente todas sus ideas matemáticas (que desarrollaría en su vida adulta) ya estaban allí apuntadas.
Entre los escritores suele darse una suerte de fetichismo respecto a las libretas. La conocida con el nombre de Moleskine (piel de topo) era la favorita de los artistas e intelectuales europeos de los últimos dos siglos: de Van Gogh a Henri Matisse, de las vanguardias históricas a Ernest Hemingway. Muchos de los bocetos, apuntes, dibujos, ideas y emociones que se preservaron en las libretas de esta marca se convirtieron después en imágenes famosas o en páginas enteras de libros leidísimos.
La tradición de la Moleskine fue retomada por el escritor viajero inglés Bruce Chatwin (autor de Los trazos de la canción y de La alternativa nómada), que tenía la costumbre de comprar sus libretas en París, en una papelería de la calle de l’Ancienne Comédie, donde siempre se aprovisionaba antes de emprender sus profundas caminatas, sus viajes a la Patagonia o a Australia.
En su mejor novela, o libro de viajes, o colección de aforismos, Los trazos de la canción, Chatwin incluye este párrafo:
“—¿Te molestaría que utilice mi libreta de apuntes? —inquirí.
—Haz lo que quieras.
Saqué del bolsillo una libreta negra, con tapas de hule, cuyas páginas estaban sujetas por una banda elástica.
—Linda libreta —dijo.
—Las conseguía en París —contesté—. Pero ya no se fabrican”.
Siguiendo un ritual —o una manía—, Chatwin numeraba con tinta negra cada una de las páginas de la libreta, ponía su nombre y por lo menos dos direcciones y un mensaje en el que prometía una recompensa para quienquiera que regresara la libreta en caso de haberla perdido. Este mismo sistema fue el que le sugirió a su amigo el escritor chileno Luis Sepúlveda cuando le regaló una de las famosas libretitas para el viaje que iban a hacer juntos a la Patagonia.
Famosas y preciosas eran entonces las libretas porque ya no se encontraban. Y es que su antiguo fabricante, que tenía su negocio familiar en Tours, Francia, interrumpió su producción en 1986.
En otro pasaje de Los trazos de la canción, Bruce Chatwin (que murió en 1988 de una infección que pescó en China) dice que metió sus lápices dentro de una jarra y depositó junto a ésta su cuchillo del ejército suizo. Desembaló algunos blocs para borradores y, con la pulcritud obsesiva que acompañaba el comienzo de sus proyectos, formó tres pilas perfectas con sus libretas de apuntes “parisinas”.
“En Francia, a estas libretas se les conoce por el nombre de carnets moleskines, con la salvedad de que el moleskine, en este caso, es la encuadernación de hule negro. Cada vez que iba a París, me reaprovisionaba en una papeterie de la rue de l’Ancienne Comédie. Las páginas estaban cuadriculadas y las guardas estaban sujetas por una banda elástica. Las numeraba por series. En la primera página escribía mi nombre y dirección, y ofrecía una recompensa para quien las hallara”.
“La vrai moleskine n’est plus” decía el lapidario anuncio de la dueña de la papelería a la que se dirigió Chatwin para comprar cien libretas antes de irse a Australia. Compró todas las Moleskine que pudo encontrar, pero no le bastaron.
Sin embargo, las Moleskine han vuelto al mercado. Ya se pueden conseguir, fabricadas por una empresa italiana (www.moleskine.com) y están siendo solicitadas incluso por los escritores menos maniáticos. La Moleskine ha vuelto a los bolsillos de los viajeros que la consideran mucho mejor que una computadora portátil. Sus páginas en blanco están listas para recoger innumerables impresiones, frases, ideas, croquis, dibujos, cuentas, teléfonos, direcciones.
“Extraviar el pasaporte era la menor de mis preocupaciones: extraviar una libreta de apuntes hubiera sido una catástrofe”.
Sacado de EL MALPENSANTE
A un escritor siciliano (Leonardo Sciascia) le gustaba comentar, de paseo por Roma, que siempre que pasaba frente a una papelería sentía lo mismo que un alcohólico frente a una cantina. No podía resistirse a entrar. Se metía sin pensarlo a comprar lápices, borradores, plumillas, tarjetitas de colores, tachuelas y libretitas que realmente no necesitaba pero que le encantaban como objetos tangibles y también por su olor, y hasta un mono de madera para modelar.
Yo, en lo personal, cada vez que voy a Tijuana me compro diez o veinte de esas pequeñas libretas de bolsillo que desde los años cincuenta fabrica Industrial Papelera de Baja California, S.A. Son una reproducción en miniatura del famoso cuaderno negro con manchitas blancas tratado con un barniz especial que lo protege contra la humedad y el uso y que eran los mejores de la república porque, gracias a la zona libre, su estupendo papel se podía importar de Estados Unidos y no se usaba en el resto de México.
Las libretas son una salvaguarda de la memoria. Gabriel Ferrater, el poeta catalán, contaba que para las matemáticas se requiere de una extraordinaria memoria juvenil, muy temprana, muy precoz, y que cuando Carlos Federico Gauss (1777-1855), llamado el princeps mathematicorum, murió a los 78 años, se le encontró una libreta de cuando tenía 17 años y prácticamente todas sus ideas matemáticas (que desarrollaría en su vida adulta) ya estaban allí apuntadas.
Entre los escritores suele darse una suerte de fetichismo respecto a las libretas. La conocida con el nombre de Moleskine (piel de topo) era la favorita de los artistas e intelectuales europeos de los últimos dos siglos: de Van Gogh a Henri Matisse, de las vanguardias históricas a Ernest Hemingway. Muchos de los bocetos, apuntes, dibujos, ideas y emociones que se preservaron en las libretas de esta marca se convirtieron después en imágenes famosas o en páginas enteras de libros leidísimos.
La tradición de la Moleskine fue retomada por el escritor viajero inglés Bruce Chatwin (autor de Los trazos de la canción y de La alternativa nómada), que tenía la costumbre de comprar sus libretas en París, en una papelería de la calle de l’Ancienne Comédie, donde siempre se aprovisionaba antes de emprender sus profundas caminatas, sus viajes a la Patagonia o a Australia.
En su mejor novela, o libro de viajes, o colección de aforismos, Los trazos de la canción, Chatwin incluye este párrafo:
“—¿Te molestaría que utilice mi libreta de apuntes? —inquirí.
—Haz lo que quieras.
Saqué del bolsillo una libreta negra, con tapas de hule, cuyas páginas estaban sujetas por una banda elástica.
—Linda libreta —dijo.
—Las conseguía en París —contesté—. Pero ya no se fabrican”.
Siguiendo un ritual —o una manía—, Chatwin numeraba con tinta negra cada una de las páginas de la libreta, ponía su nombre y por lo menos dos direcciones y un mensaje en el que prometía una recompensa para quienquiera que regresara la libreta en caso de haberla perdido. Este mismo sistema fue el que le sugirió a su amigo el escritor chileno Luis Sepúlveda cuando le regaló una de las famosas libretitas para el viaje que iban a hacer juntos a la Patagonia.
Famosas y preciosas eran entonces las libretas porque ya no se encontraban. Y es que su antiguo fabricante, que tenía su negocio familiar en Tours, Francia, interrumpió su producción en 1986.
En otro pasaje de Los trazos de la canción, Bruce Chatwin (que murió en 1988 de una infección que pescó en China) dice que metió sus lápices dentro de una jarra y depositó junto a ésta su cuchillo del ejército suizo. Desembaló algunos blocs para borradores y, con la pulcritud obsesiva que acompañaba el comienzo de sus proyectos, formó tres pilas perfectas con sus libretas de apuntes “parisinas”.
“En Francia, a estas libretas se les conoce por el nombre de carnets moleskines, con la salvedad de que el moleskine, en este caso, es la encuadernación de hule negro. Cada vez que iba a París, me reaprovisionaba en una papeterie de la rue de l’Ancienne Comédie. Las páginas estaban cuadriculadas y las guardas estaban sujetas por una banda elástica. Las numeraba por series. En la primera página escribía mi nombre y dirección, y ofrecía una recompensa para quien las hallara”.
“La vrai moleskine n’est plus” decía el lapidario anuncio de la dueña de la papelería a la que se dirigió Chatwin para comprar cien libretas antes de irse a Australia. Compró todas las Moleskine que pudo encontrar, pero no le bastaron.
Sin embargo, las Moleskine han vuelto al mercado. Ya se pueden conseguir, fabricadas por una empresa italiana (www.moleskine.com) y están siendo solicitadas incluso por los escritores menos maniáticos. La Moleskine ha vuelto a los bolsillos de los viajeros que la consideran mucho mejor que una computadora portátil. Sus páginas en blanco están listas para recoger innumerables impresiones, frases, ideas, croquis, dibujos, cuentas, teléfonos, direcciones.
“Extraviar el pasaporte era la menor de mis preocupaciones: extraviar una libreta de apuntes hubiera sido una catástrofe”.
Sacado de EL MALPENSANTE
1 comentario:
Buen comentario.
Me trajo el recuerdo de un momento de un Sr. Lao, de China, quien hace pocos años ganó un nóbel, y al llegar a su frontera de salida en China le decomisaron sus manuscritos de años , y los volvió a reproducir. Más cuantas ideas no habrán sido sepultadas por el olvido.
Aunque en éste ejemplo se advierte el valor de ir al exilio con la mente aún puesta en la persona.
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