En una de sus historias, Charles Bukowski cuenta que
un amigo le trajo a su casa un corazón humano metido en un envase de vidrio
lleno de formol. Aterrado por el regalo, Bukowski lo metió en el fondo de un
armario para dejar de mirarlo. Pero cada noche, antes de sentarse a escribir,
no podía evitar abrir el cajón. Cuando miraba el envase, pensaba lo mismo:
odiaba el corazón humano.
En la contraportada de sus libros, dice que nació en
1920 y murió en 1994, “fue el último escritor maldito de la literatura
norteamericana” y se le compara con Henry Miller, Céline y Hemingway. Aunque él
mismo nunca aceptó estas relaciones literarias. En una entrevista con Fernanda
Pivano dijo de Miller: “las partes de los polvos eran extraordinariamente
humanas, pero luego comienza con la filosofía y a hacerse preguntas, y cuando
hacía esto, yo perdía el hilo y me dormía.” En la misma entrevista dijo de
Hemingway: “se preocupa de la guerra y del valor y de la muerte, pero yo
pensaba en el hombre vulgar que va a trabajar todos los días.” Es en el remate
de esa respuesta donde hay un marco para sus propias historias.
En ellas se ocupa de las aventuras de un borracho y
putañero, que apuesta a los caballos en los hipódromos y escribe en la resaca.
Borracheras, calles, mujeres y piezucha sórdidas. Historias simples, de un
hombre simple. Pero allí está la trampa. Allí está la ironía, esa que consiste
en dar a entender lo contrario de lo que se dice. Alguien se acerca confiado a
leerlo, pica la carnada y termina dando patadas de ahorcado. Porque lo que hace
Bukowski en realidad es observar y describir ese terrible corazón humano,
metido en un envase de vidrio.
Varios críticos y literatos han dicho que
Bukowski es un escritor menor. "Es fácil escribir así", "No
agrega nada", dicen. Patrañas. Es casi imposible escribir tal cual, tal
cual el tiempo pasa. Sin invenciones, sin exageraciones, sin grandes
espectáculos, ni resplandores gramaticales. Su estilo es preciso y parco. Héctor
Abad Faciolince dijo alguna vez, de su mejor novela, El olvido que seremos, que
estaba escrita en el nivel cero de la literatura. Es decir, en un lenguaje exageradamente
sencillo, con imágenes simples.
Y es cierto, la novela de Abad se lee de un tirón, pero tiene la contundencia para
hacernos sentir impotentes y rabiosos ante la muerte de su papá. Los objetos, los
personajes y las situaciones se describen de manera concisa y aparentemente
superficial. Bukowski lo
dijo: “Un intelectual es el que dice una cosa simple de un modo
complicado. Un artista es el que dice una cosa complicada de un modo simple.”
En uno de sus relatos escribió: "Hacer el amor
es darle patadas en el culo a la muerte mientras
cantas." Más allá que sus historias sean obscenas, sus espacios
contaminados, sus personajes vulgares y aún así tiernos e ingenuos, más allá de
toda calificación, lo cierto es que sus relatos y poemas, a mí me gustan más
sus poemas, tienen una técnica efectiva. En ellos trasmite pesimismo, simpatía,
rabia, desazón, pero sobre todo humor, ese humor negro del que tiene la
capacidad para reírse, aún cuando tiene el agua hasta el cuello.
Bukowski escribió desde el
colegio, pero solo tuvo éxito hasta que cumplió los cincuenta años. Durante su
infancia, su padre era autoritario y brutal, le pegaba en exceso, sumiéndole en
un estado de infelicidad del que ni el éxito económico ni los aplausos de sus
últimos años le sacaron nunca. Él mismo lo confesó: “Es por culpa de mi niñez,
sabes. Nunca supe lo que era el amor”. A los 13 años comenzó a beber, muy
rápido se fue de la casa y comenzó a vagar por las calles de los bajos fondos
de Hollywood, saltando de un trabajo a otro. Odiaba trabajar: "Es
increíble lo que un hombre tiene que llegar a hacer sólo para poder comer,
dormir y vestirse." Entonces se empleó en la oficina de correos. Fue Jhon
Bryan quien le propuso escribir en Open
City, una revista de garaje. Bukowski aceptó escribir en sus horas muertas:
“No parecía haber presión alguna. Bastaba sentarse junto a la ventana, darle a
la cerveza y dejar que saliese”. Llamó a la columna Escritos de un viejo indecente y en ella transcribió sus hazañas
alcohólicas, hilarantes encuentros sexuales con mujeres mayores o con despojos
de la clase trabajadora norteamericana de la que hacía parte. Aquellos escritos
eran una sumatoria de quejas redactadas con esa rabia triste, de desahuciado,
con la que media el mundo.
¿Qué es el amor? Y Bukowski contestó: “El amor
es una niebla que quema con la primera luz del día de la realidad." De
su máquina salieron seis novelas (Cartero,
Factotum, Mujeres, La senda del perdedor, Hollywood, y Pulp), cinco libros
de relatos (Erecciones, eyaculaciones y
exhibiciones; La máquina de follar; Se busca una mujer; Música de cañerías; y
una recopilación de sus mejores Escritos
de un viejo indecente) y una tonelada de poemas.
Cuando sus libros comenzaron a
venderse en Europa, visitó Alemania y un grupo de feministas lo atacó y acusó
de utilizar la imagen de la mujer como objeto sexual. Porque a primera vista,
parece un machista sin remedio. Pero más allá de las líneas, se leen historias
de amor, de hombres, de mujeres, incluso hay múltiples relatos donde el
personaje masculino queda reducido. Como la historia del empleado que se ve
obligado a llegar a las ocho en punto de la noche a la casa porque de lo
contrario su mujer se largará. El hombre intenta cumplir con sus cosas, pero el
patrón le impone más tareas. Está desesperado. Corre y corre. Cuando llega a la
casa, su mujer se ha ido. En alguna parte ya lo dijo: “Algunos
no encuentran su propio corazón hasta que no han perdido la cabeza”.
Un día despertó con la intensión
de suicidarse. Salió a caminar buscando el momento adecuado, cuando leyó en un
quiosco el titular de un periódico que anunciaba que un amigo se encontraba en
el hospital por una teja que le había caído en la cabeza. Bukowski sonrió y se
dio un día más de vida. Pero luego se dio otro y después otro. Para entonces era
un hombre conocido y vivía en una mansión. Era exitoso pero nunca olvidó lo que
era, un muerto de hambre que iba a apostar al hipódromo y escuchaba Bach,
Mahler, Beethoven pero sobre todo Brahms.
Cuando tuvo 70 años dedicaba el noventa por ciento
de su tiempo a escribir. Y el otro diez a pensar qué iba a escribir. Fue un
hombre callado y solitario: "Dale algo al género humano y lo
rasparán y lo arañarán y lo machacarán". Tal vez por eso no le gustaba
mirar el envase de vidrio que le regaló su amigo. Al final de sus días dijo: “Que
no te engañen, chico. La vida empieza a los sesenta."
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