Fragmento de la novela: LA CIUDAD DE LOS VENENOS.
El primer encuentro con Julia
sucedió una tarde soleada cerca de la universidad Complutense. Me fumaba un
cigarro de marihuana y Julia al sentir el olor penetrante de la hierba, se
acercó y me pidió unas caladas. Se las di con la esperanza de entablar amistad
y fumamos juntos mientras hablamos.
La tipa era esbelta y sofisticada.
Tenía el pelo recogido en una cola de caballo, llevaba lentes oscuros, blue-jeans
y tenis. Su perfil parecía moldeado
por la revista Vogue. A Julia le bastaron un par de frases para
investigarme, saber mi nombre, mi procedencia sudaca y concluir, mentalmente,
que yo era un autentico pelmazo.
―¡No puedo creer que no sepas
bailar!―, exclamó finalmente.
Ella supuso que, como buen latino,
la salsa y otros ritmos tropicales, eran géneros familiares de mis rumbas. Pero
cuando se enteró que ante todo yo era un roker, y que no bailaba, me miró con
una fastidiosa mezcla de sorpresa y hastío. Luego de acabar con el porro, se
largó arrepentida de haberme dado el número de teléfono. En adelante rechazó
mis llamadas.
Esto trae una banda sonora: Jodida pero contenta
Esto trae una banda sonora: Jodida pero contenta
Ya me había olvidado de Julia cuando me llamó, dos meses después de nuestra primer fuma. Quería hablarme. Cuando nos pusimos de acuerdo en una cita pensé: "es mi oportunidad para demostrarle a esta tipa que no todo en la vida es baile.” Tracé un plan perfecto para conquistarla. Nos encontramos en una terraza divina que yo tenía ubicada para este tipo de circunstancias, un restaurante ubicado en la gran Vía, cerca de la plaza de la Cibeles. En ese tiempo, Madrid no me parecía el mierdajo y por el contrario pensaba que era una ciudad profunda e interesante.
Sentados en una mesa con
sombrilla, tomamos vino de Cataluña y hablamos de la ciudad. Más tarde
ordenamos la cena. Ella comió una ensalada Mediterránea y yo un apetitoso sándwich Italiano con salsa
napolitana, jamón ahumado y tocineta. Mi sándwich estaba
delicioso.
Mientras comimos y hablamos, le vi
un brillo especial en sus ojos. “Voy bien ―me dije a sí mismo―, mi verbo sudaca
funciona”. Cuando recogieron los platos vacios, no dijo palabra y me miró muy
seria. “Mierda, la cagué”―pensé―, y Julia preguntó por mis negocios. Le
contesté con evasivas, hasta que me interrumpió. Lo sabía todo de mí: cuál era
mi trabajo, dónde podía encontrarme, cuáles eran mis amigos y sobre todo qué
clase de drogas comerciaba, lo sabía todo ¡todo!
―Lo que quiero ―dijo―, es que seas
mi dealer personal.
Alcancé a parpadear repetidas
veces. Me desubiqué. En un vertiginoso cambio de
luces, pasé de ser un refinado Don Juan, a un bellaco y sucio obrero de las
calles. Todo se trataba de una obra de teatro pésimamente actuada. Las luces
del estudio, los actores y el fondo desaparecieron. De un tajo, la realidad me
partió en dos. Fue un hachazo limpio y potente. En los ojos brillantes de Julia
no existía una pisca de misterio. El asunto se reducía al vil negocio.
―Por lo pronto, ―dijo― espera mi
llamada para que me traigas unos cuantos juguetes que necesito.
En una sacudida bebió lo que
restaba de su copa, tiró sobre la mesa un par de billetes y se largó de la
terraza.
“Mucha perra” ―pensé―.
Pasmado por la tremenda cachetada
virtual, llamé al mesero.
―Un Whisky, por favor.
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